Lionel Messi y su pandilla saldrán hoy a jugar en un estadio apátrida, un templo del fútbol brasileño reciclado por la FIFA en una obra fabulosa y a la vez tan impersonal que podría quedar en Belo Horizonte, Qatar o Berlín. O en San Miguel de Tucumán.
Por nombre y pasado, quien mencione al Mineirao debería ser obligado a ponerse de pie. Es más que un estadio de fútbol: es un museo. Su nombre remite a hazañas, hecatombes y goles míticos. Los periodistas argentinos que son hinchas de Racing y ayer subieron a sus tribunas se abstrajeron del reconocimiento del campo de juego que ensayaba la selección y prefirieron evocar el último título internacional de la “academia”. La historia del Mineirao tiene un poder hipnótico:
- “Allá hicimos el gol”, se emocionaban mirando a su izquierda, en referencia al arco en el que un delantero olvidado, Omar Catalán, le hizo ganar a Racing la Supercopa de 1988 ante el Cruzeiro.
Los de River, en cambio, no tenían mucho de qué jactarse: recordaban que su equipo perdió aquí una definición increíble de la Supercopa en 1991, también contra el Cruzeiro. Y los de Boca en eso andaban: también fue en el Mineirao que Nelinho, en la final de la Copa Libertadores 1977, le hizo un gol de tiro libre a Hugo Gatti que debería ser incluido en la lista de los 100 tiros libres que toda persona debería mirar antes de morir.
Pero el Mineirao, que sigue siendo un lugar de celebración -y en especial en este Mundial maravilloso- ya no es el que era. Es más moderno, cómodo y -se supone- seguro, pero también es más aséptico y esterelizado, como si fuera un shopping o un aeropuerto del fútbol. De aquel viejo estadio en el que los hinchas recorrían el anillo interior caminado por los cuatro costados para seguir el ataque de su equipo -hay, una imagen de libertad-, solo queda su nombre y su ubicación. El resto ya fue.
Sucede lo mismo con el templo utilizado por Argentina contra Bosnia, el Maracaná, un estadio que en su momento actuaba como un centro de reunión popular para 200.000 personas y que para el 2014 terminó de convertirse en un lugar sofisticado, sólo accesible para la mayoría de los brasileños a través de la televisión. Si la selección de Brasil versión 2014 juega con ocho negros y tres blancos, la proporción de brasileños en las tribunas durante este Mundial es la inversa. Como reflexionó el periodista Rodolfo Chisleanschi, “la FIFA está contra el racismo, no contra la pobreza”.
Los estadios son el reflejo del carácter apátrida de los Mundiales modernos. “Los no lugares”, habría escrito la canadiense Naomi Klein, autora de No Logo, si se hubiese dedicado a analizar el fútbol. Desde hace rato que las Copas del Mundo no se juegan en países sino en estados paralelos dentro de los países. Son las condiciones de la FIFA.
Señalar a este Mundial como Brasil 2014 es una convención: deberíamos decir Mundial FIFA 2014. Los estadios son islas -como si fuesen territorios insulares suizos- dentro de los países que reciben el OK de Joseph Blatter y que a cambio prestan sus aeropuertos, sus hoteles y su gente, un combo insuperable que mantiene a los Mundiales en lo más parecido a un Disneylandia adulto.
Esa concepción del Mundial como islas alienígenas -o del Primer Mundo- dentro del Tercer Mundo se potencia en los alrededores de varios estadios, en especial los del norte de Brasil, allá arriba donde se juega un Mundial al que la Selección argentina sólo mira por televisión.
Para llegar al Castelao de Fortaleza hay que caminar por lugares que si no son favelas se les parecen bastante. Lo mismo para el Fonte Nova de Salvador: un estadio al que la FIFA se enorgullece de informar que costó 296 millones de dólares a un estado, el de Bahía, en el que el PBI per cápita es de U$S 7.000 por año (en Argentina es más de U$S 12.000). No sólo eso: para la reconstrucción del estacionamiento del Maracaná, en Río de Janeiro, desalojaron a 700 familias.
El Mundial es hermoso, pero también injusto. Lo curioso es que hoy, minutos antes de las 13, los himnos nacionales sonarán en el Mineirao, el estadio apátrida. Por suerte ya nadie le recrimina a Messi que no lo canta.